Por Julio Yao*
El 9, 10 y 11 de enero de 1964 la Patria se creció y sentó ejemplo a los pueblos sojuzgados. No sabíamos cuán grandes éramos porque no actuábamos bajo influjo de las cámaras, como hacen farsantes y oportunistas.
Éramos el pueblo, que por enésima vez se enfrentaba solo ante sus opresores externos. Los opresores internos estaban en sus hogares, mientras que algunos desprevenidos acusaban de maleantes a los estudiantes que estaban bajo el plomo de la soldadesca de Estados Unidos.
Fue en el Club Unión desde la cual el general John Pershing, de la Primera Guerra Mundial, quiso apoderarse de Taboga en 1920 y fue rechazado por el presidente Ernesto T. Lefevre bajo presión de las masas liderizadas por Domingo H. Turner, que clamaban: “Ni una sola pulgada!”.
A veces me preguntan, “¿dónde estabas el 9 de enero?” Yo era estudiante avanzado de la Escuela de Diplomacia y comprendía el valor de cada piedra lanzada contra la Zona del Canal, así como los yerros de connotados juristas.
Todo buen panameño tiene “su” 9 de enero. El mío inició el 12 de diciembre de 1947, cuando participé a los 8 años en el rechazo de las bases militares de Estados Unidos.
Mi segundo 9 de enero fue en 1949, cuando el Pastor Alemán de un alto militar norteamericano me atacó sin razón alguna para destrozarme en suelo panameño, quien me lo azuzó desde el porch de su casa en Ancón. Yo tenía 10 años y no pesaba siquiera 90 libras. Al día siguiente, lunes, yo debía ingresar al Cuarto Grado de la Escuela Manuel José Hurtado.
Al perro nunca lo vi venir y solo me sentí lanzado por los aires como si fuera muñeco de trapo. Tampoco lo vi morderme. De hecho, ni siquiera supe que era un perro. Fue tal su velocidad y potencia, que debía ser tres veces más grande que yo cuando me zarandeó.
El Pastor Alemán me arrancó trozos de carne en distintas partes. Luego de desangrarme por tres horas para llegar a casa, a pie por toda la Central hasta Santa Ana donde vivía, tuvieron que operarme de Urgencia en el Santo Tomás sin anestesia durante varias horas, porque no había, y tuve que ser sujetado por ocho hombres y mi madre. Dolor indescriptible que me hizo desmayar continuamente.
De nada valieron nuestros reclamos en la cancillería bajo Francisco Filós ni ante la Zona del Canal. Dijeron que habían matado al perro, pero era mentira, como pude comprobar. Esa tragedia, que me impidió caminar e ir a la escuela durante tres meses, a pesar de estar mi casa pegada a la escuela, hizo que jurara dedicar mi vida a expulsar a los gringos de Panamá. Sigo manteniendo mi promesa.
Mi tercer 9 de enero en 1964, fue también violento. Luego de revisar el escenario de la Masacre desde la 4 de julio hasta la Avenida Central y la Vía España, tomé la decisión de defender a nuestro pueblo. Eché mano de mi rifle Winchester Hornet, de alta potencia y precisión, sin mira telescópica y sin cargador, por lo que solo disparaba una bala a la vez. No había manera de unirme a la multitud indefensa, pues morirían muchos inocentes.
Me dispuse derribar la avioneta norteamericana que daba vueltas sobre nuestras cabezas en la Plaza Cinco de Mayo, instándonos con altoparlantes a que nos retiráramos a nuestras casas, en ostentosa violación de nuestro espacio.
Junto a Zósimo Wong, mi hermano y mi cuñado, esperé la avioneta donde hacía el giro de regreso y bajaba la velocidad, y apunté al motor para no herir a los tripulantes ni causar algún incendio en Calidonia.
Tras el fuerte golpe, el motor, las luces de navegación y las de cabina se apagaron; la avioneta planeó y se vio obligado a un aterrizaje forzoso en Albrook Field. El hecho fue publicado en La Estrella en subsiguientes días cuando acusaron a “elementos irresponsables”.
El espionaje aéreo cesó, porque su rol era informar a las fuerzas armadas en tierra sobre los movimientos de la masa popular, de manera que, si no hubiese derribado la avioneta, los mártires no hubieran sido 21 ni 400 los heridos, sino muchos más.
Después de 1964 padecí cientos de 9 de enero, que nuestro pueblo desconoce y que algún día contaré.
En enero 9 de 2023, Estados Unidos acaricia todavía el plan del general Curtis LeMay — el genocida de Hiroshima y Nagasaki — de destruir con armas nucleares 200 ciudades rusas y otra cantidad semejante de ciudades chinas, en la “Operación Dropshot”. Por lo tanto, al mundo y a Panamá no nos queda otra alternativa que declarar a Estados Unidos como el mayor enemigo de la humanidad y actuar en consecuencia.
Nuestro grito de guerra en 1964 y en 2023 es el mismo:
¡Soberanía y neutralidad, sí! ¡Bases militares, no!
Julio Yao, fue asesor Del Canciller Juan Antonio Tack (1972-1977). Colaborador de nuestra Revista El Derecho de Vivir en Paz
Publicado en: https://www.elperiodicodepanama.com/todos-tenemos-un-9-de-enero/