En Guatemala, al igual que en Perú hoy están también en juego los derechos humanos, las libertades y la democracia.

Por Jesús González Pazos

Protesta contra la militarización en Guatemala. CARLOS ERNESTO CANO
Protesta contra la militarización en Guatemala. CARLOS ERNESTO CANO

Pasó el tiempo de los golpes de Estado duros, de aquellas asonadas militares que imponían dictaduras sanguinarias y brutalmente crueles con miles de muertos y desaparecidos, además de cientos de mujeres agredidas sexualmente y un exilio regado por medio mundo. Durante los años 70 y 80 del siglo pasado estos golpes dominaron la vida en América Latina y muy pocos países escaparon de ellos. Luego, llegó la prometida democracia, aunque siempre bajo la vigilante mirada de estructuras oligárquicas, militares y judiciales, locales e internacionales, que se fueron apropiando de la misma hasta llegar al convencimiento absoluto de que ellos eran los únicos guardianes. Definieron tiempos, modelos y espacios en los que se encontraban cómodos y prácticamente intocables, por lo que fue muy fácil que empezaran, desde esa impunidad que sentían, a articular nuevos modos de reparto de las ganancias. El Estado se convertía en un instrumento, no para la mejora de las condiciones de vida de la población, sino para generar beneficios que podían ser abundantemente repartidos entre esas minorías que consideraban la patria, más allá del discurso fácil, como su finca particular.

Por eso no gustó nada a las oligarquías locales e internacionales que, haciendo uso de los modelos de la democracia representativa, fuerzas progresistas, populares, alcanzaran los gobiernos. No solo eso, sino que, además, estos nuevos actores políticos escapaban de la domesticación impuesta que habían aceptado otros, y abrían tiempos en los que se instauraban políticas que rompían con esa consideración que se había instalado del estado como finca particular. Esto suponía perder poder y tener que, era lo que más dolía, repartir una parte la riqueza con las grandes mayorías; el reparto no era aún muy importante ni les restaba muchos de sus privilegios, pero no estaban dispuestos a perder ni un ápice aquello que consideraban de su uso y disfrute exclusivo.

De esta forma, animados ahora por transnacionales y gobiernos extranjeros, que también veían en cierto peligro una parte importante de sus negocios de explotación de los recursos y de sectores económicos estratégicos que se habían privatizado en los años anteriores, volverá el tiempo de los golpes de Estado. Las estrategias eran conocidas y poco había que inventar. Así el primer paso era intentar por todos los medios disponibles el desgaste y descrédito de los nuevos gobiernos y para ello valía desde el ultraderechización y conversión en grupos de choque callejeros de sectores fácilmente manipulables, hasta el sabotaje o el boicot económico, pasando por el uso y abuso de los medios de comunicación como maquinaria de propaganda al servicio de sus intereses.

Lo importante era, de una parte, hacer inviables las nuevas reformas estructurales que se pretendían implantar para la mejora de las condiciones de vida de las mayorías; de otra parte, generar una continua inestabilidad que permitiera presentar a estos procesos como fracasados, abriendo la puerta a la reinstauración del ya viejo modelo de dominación neoliberal. Aquel que había reinado las últimas décadas de aparente democracia, que había generado insultantes ganancias para oligarquías y transnacionales frente al empobrecimiento generalizado y que había permitido controlar a las sociedades orientando sus urgencias más hacia lo privado, el consumismo y el individualismo que, hacia lo público, la colectividad y la solidaridad.

El siguiente paso, si todo lo anterior fallaba, o los nervios de estas oposiciones “democráticas” se rompían, era el golpe de Estado. Pero este ya no podía ser militar, brutal y con miles de muertes y desapariciones. Esto ya no era estético ni defendible en la escena internacional. Por eso se abrió una etapa de nuevas modalidades que iban desde el golpe parlamentario que destituía al presidente (Honduras, Paraguay) hasta el golpe judicial que acusaba y criminalizaba hasta sacar del cargo (Brasil). Claro que todo esto tampoco había descartado en su totalidad el recurso al golpe de estado puro y duro con cambio de gobierno, aumento de la represión y decenas de muertes para acabar con cualquier atisbo de protesta social (Bolivia, Perú).

Y en estas últimas semanas asistimos, aunque se trata de silenciar, a otro modelo de golpe de Estado, aquel que se puede ya nombrar como golpe electoral. El fraude en cualquier proceso electoral siempre ha sido una opción muy recurrente y ha protagonizado en los últimos años importantes momentos en los que la democracia, digámoslo así, quedaba claramente orillada. Pero ahora Guatemala da un paso más y el golpe se da no en el recuento electoral sino meses antes definiendo arbitraria y maliciosamente qué candidaturas se pueden presentar y cuales no. Esto, aunque las primeras no cumplan claramente con los requisitos constitucionales y legales requeridos y las segundas lo hagan con todos ellos y alguno más. Así, se permite la presentación a familiares directos de genocidas (Zury Ríos, hija del dictador Efraín Ríos Montt), prohibido expresamente por la constitución, o a corruptos, juzgados y condenados por instancias internacionales. Y sin embargo, se deniega la inscripción de aquella opción que, cumpliendo con todas las condiciones, puede ser un adversario político firme frente al sistema de corrupción establecido en el país desde hace décadas y que plantea la urgencia por abrir una etapa de cambios estructurales profundos en beneficio de las mayorías sociales.

Esto último ocurre con el Movimiento de Liberación de los Pueblos, liderado por la indígena mam Thelma Cabrera y el exprocurador de los Derechos Humanos Jordán Rodas. Se buscan subterfugios pseudolegales para no aceptar esta candidatura, sabiendo que hoy en Guatemala esta es la única que puede plantear una alternativa real al sistema de corrupción, impunidad y democracia de baja intensidad que ha dominado la vida del país desde prácticamente la firma de los Acuerdos de Paz allá por 1996. Claro que lo que está en juego no es solo un cambio de forma de gobierno y la posibilidad de concretar la esperanza de la mejora de las condiciones de vida para un país donde casi el 60% vive por debajo del umbral de pobreza. Se trata también de no permitir que Guatemala se convierta en un ejemplo para una Centroamérica diferente, soberana, que se uniera a esos otros procesos progresistas que ya recorren gran parte del continente latinoamericano.

Esta es la nueva modalidad de golpe de Estado, aunque los objetivos siguen siendo los mismos que en los años 70 y 80 del siglo pasado; mantener a la patria como la finca particular a la que se puede seguir explotando a conciencia en beneficio de unos pocos: oligarquías locales y transnacionales, mientras se siguen armando discursos hipócritas sobre la democracia, las libertades y los derechos humanos.

Publicado en: https://www.elsaltodiario.com/guatemala/golpes-estado-fin-ahora-guatemala

Por Editor

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